La estrella de Granada empezó a declinar en el siglo XVIII. Durante el primer tercio del XIX la situación empeoró notablemente por el saqueo de los ocupantes franceses y la pésima restauración de Fernando VII. El Trienio Liberal (1820-23) intentó remediar la paupérrima y cochambrosa situación de la ciudad. A pesar de tan esplendoroso pasado monumental, Granada había dejado de ser bella, acogedora, trabajadora y culta. Era precisamente todo lo contrario. Al menos si nos creemos al pie de la letra los bandos que pegaron las autoridades para informar a la población en determinadas esquinas de la ciudad. Los regidores calificaban su ciudad como un pueblo abandonado, sucio, de calles desempedradas, con edificios que se desmoronaban, calles llenas de basuras, cerdos sueltos por todos sitios, repletas de vagos y mendigos a quienes se expulsaba de su término. La apertura de nuevas vías que dieran servicio a Granada, como la calle Reyes Católicos o la Gran Vía de Colón, acabó asimismo con las reminiscencias de la ciudad baja musulmana, pero aportó algo de modernidad a una urbe trasnochada. Será en este siglo cuando el aura romántica de Granada atraiga a viajeros y escritores de todo el mundo, y cuando Washington Irving exporte al mundo la ciudad andaluza en sus Cuentos de la Alhambra (1832). Culturalmente, Granada empieza a abrirse al mundo.